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lunes, 5 de marzo de 2012

Servicio de información

Hace poco más de un mes, a principios de febrero, en Capital Federal, Gran Buenos Aires y varias provincias del país, nos fumamos una seguidilla de días a pura lluvia, tormentas y complicaciones varias.
Como suele suceder, hubo calles anegadas, el subte funcionaba peor que lo habitual, los colectivos no paraban y, si lo hacían, venían hasta el copete, inundaciones, autos nadando por las calles a la deriva y tantas otras particularidades.
A mí, me agarró en un negocio pero con un par de zapatos aptos para sumergir. Y así fue que me cambié los tacos tan monos que tenía puestos por las zapatillas y emprendí la vuelta a casa. Una cuadra y media antes de llegar, el agua ya me llegaba a la altura de las posaderas. Quiero aclarar que – según las últimas mediciones – el centímetro del nutricionista acusó 1.72 metros de altura. ¡Y eso no es poco!
La noche anterior, una gentil voz me informó por teléfono que se pronosticaban tormentas para esa noche y los días siguientes. Recomendaba que no saliera a menos que fuese estrictamente necesario y que evitara sacar la basura.
Dado que el amable señor hizo la llamada después de las once de la noche y que yo ya estaba enfundada en mis aposentos y maldiciendo a los diez mil demonios porque algún cabeza fresca – entiéndase por esto a madre, padre o hermana – había decidido llamar a en un horario poco decente, no tenía la más mínima intención de salir a ningún lado; menos a la calle.
Hoy – con pronóstico de fumarnos otra seguidilla de días de lluvia – recibí la misma llamada, del mismo gentil señor. Soy sincera: cuando la empecé a escuchar sabía lo que tenía para decirme y corté la comunicación antes de que terminara. Hasta ese momento, me estaba debatiendo entre quedarme en casa o ir al gimnasio. ¡Gracias, extraño de voz sensual! Me quitaste un peso de los hombros: me quedo en casita, disfrutando de este momento y sin el cargo de conciencia por no ir al gimnasio.

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