Hoy fue un día particularmente especial: me tomé el atrevimiento de vivir al revés del resto de los mortales.
Muchos sabrán – y los que no les cuento – que hoy arrancamos el mes con paro de Subtes. Los oriundos de esta ciudad sabemos que eso implica un colapso nacional. Sin embargo, eso no fue todo. ¡No, señores, no!
Ayer me fui a dormir muy cansada y con esa sensación de necesitar un buen abrazo que no había, por otro lado. Pero no importa, sin abrazo, con dolor de cuerpo y con la certeza – gracias a Crónica TV – de que no iba a haber subtes a la mañana siguiente decidí cerrar los ojos y dedicarme a descansar.
Sonó el despertador un rato antes de lo habitual y en ese momento, no sólo persistía el dolor en el cuerpo, sino que San Pedro había decido regar las planta bien temprano a la mañana. Cuando vi la calle mojada, escuché los bocinazos de autos, taxis y colectivos y entendí que el paraguas y el impermeable serían mis compañeros de aventura durante ese día, tomé la firme determinación de evitar que el malestar generalizado me afectara, y dibujar una enorme sonrisa en mi cara a lo largo de todo el día.
Y así fue que salí rauda con mis dos amigos inseparables y llegamos a la estación Belgrano R donde iba a incursionar por primera vez en mi vida en la línea Mitre. Las caras llegaban al piso en la boletería y en el andén. El malestar se incrementó cuando una voz masculina, y bastante hosca por otro lado, anunció que el servicio estaba suspendido. Cinco minutos más tarde “el tren procedente de Drago” estaba demorado. Y llegó nomás pero era una lata de sardinas. Entraron algunos apiñaditos; otros decidimos esperar el siguiente que estaba suspendido y luego demorado y luego llegó. Cartera, paraguas y sonrisa a cuestas entré en el no tan lleno vagón. A las dos estaciones, un asiento se desocupó y una sonrisa se sentó en ese espacio.
Al llegar al Banco todo era quejas, comentarios, vituperios en los pasillos, en el comedor, y en Facebook. Yo, por mi parte, feliz de poder seguir con una sonrisa y sin ganas de quejarme.
La vuelta fue más o menos lo mismo. No había subtes, tampoco había ganas de caminar hasta Retiro, pero sí había muchas personas para subir al 152. Y subí, otra vez con una sonrisa. Llegué bastante rápido teniendo en cuenta el tránsito que había; me senté al rato; la sonrisa no se borró en todo el recorrido de mi cara. Pero, ¿saben qué aprendí? No hay nada mejor que ir al revés de la corriente y poder sonreír a lo largo de todo el día cuando no se ven más que ceños fruncidos, estados de Facebook quejumbrosos y mala onda a diestra y siniestra. Eso, no tiene precio para todo lo demás existe Mastercard.
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