¿Alguna vez notaron que una persona tiene un nombre y un apellido que la identifica hasta que se convierte en padre o madre? Luego de este punto de inflexión en la vida del ser humano, ese distintivo cambia. Nunca lo había pensado detenidamente; nunca hasta hace muy poquito.
Como ya todos sabrán, tengo una sobrina – Valentina – de casi tres años; como algunos sabrán, soy Profesora de inglés, docente hasta los tuétanos aunque ya no ejerza. Es por eso, por esos vicios de la profesión, que la mayoría de los juegos que tenemos con mi pequeña revoltosa tienen algún fin pedagógico.
Uno de nuestros divertimentos favoritos tiene que ver con los colores. La chiquita cuando se da cuenta de que me van a buscar inocentemente le pregunta a la mamá “¿mamo a cuscar a Dolo?”, y en cuanto me subo al auto pregunta: “¿un ato vede?” Y ya sé que está lista para jugar a nuestro juego llamado ¿Quién ve un auto...? (elegir el color de su preferencia). Así corroboré que sabe los colores y – fundamental – de que no es daltónica ni por asomo. Muchas veces pregunta “¿qué color el ato?” Y si es rojo, le digo que es de otro color y ella dice “nooo, es rojo”. Pero por lo menos yo descanso en que la criatura distingue los colores y sabe que su tía está loquísima.
También le gusta que le cante la canción del tiburón por quincuagésima vez. No es que sea cantante lírica, o que posea una voz privilegiada. ¡Qué esperanza! Cantante de ducha y no pidamos más. Sin embargo, disfruta de mi interpretación y de mis habilidades a la hora de bailar.
Así inventamos varios juegos para pasar el rato cuando viajamos en auto a la casa de mi tía Ale, a la quinta de papá o a la casa de Abi. No es que vivamos en ciudades o provincias diferentes; cuanto mucho nos separan apenas 80 km, pero es lo suficiente para jugar un rato bastante largo.
Durante estos meses de verano, nos estamos viendo bastante y casi todos los sábados y domingos me pasan a buscar para ir a alguno de los lugares mencionados. Un día, ya aburrida de buscar el “ato vede” o de hacer la mímica del tiburón, de cantar la canción de los nombres de los dedos de las manos, le pregunté cómo se llamaba su mamá y su papá. Y aquí surge mi gran asombro.
Ingenuamente le pregunté: “¿y él cómo se llama?” A lo que contestó: “Papá”. “¿Y ella cómo se llama?” “Mamá”, fue su respuesta. Acto seguido le dije: “Nooo, Alejandro Ercoli” y “Victoria Seoane”, en referencia a su papá y a su mamá respectivamente.
Lo que más llamó mi atención fue el instantáneo rechazo que le generó estos dos nombres y que seguía insistiendo en que se llamaban Papá y Mamá; incluso se enojó conmigo por contradecirle. Le costó internalizar que mamá y papá son personas con identidad propia. Ahora me ve y me pregunta cómo se llaman sus padres. Y si le llego a decir cualquier otro nombre me corrige.
Si lo sigo pensando, también ellos son responsables de este cambio de identidad. Muchas veces me sucede que si me llama Papá al celular y me tiene que dejar un mensaje de voz siempre dice: “Hola, Dolo. Soy Papá”. ¡Como si no lo supiera! Si madre me manda un mail firma “Mamucha”. Nosotros, los hijos, les cambiamos su nombre, pero ellos lo permiten gustosos.
Uno cree venir a este mundo para ser un individuo con una identidad propia. Bueno, vayan sabiéndolo: ese será el distintivo particular hasta el día en que sean padres. Después de eso, ya nunca nada será como antes; incluso sus nombres.