Hace unas semanas, tuve la suerte de concurrir a un curso para formación de instructores. Uno de los principales objetivos del taller es que los participantes “reconozcan las competencias clave del instructor y se ejerciten en el uso de las habilidades escénicas y de facilitación, y que puedan identificar sus propias fortalezas y áreas de mejora”.
Cuando vi la oportunidad, le pedí a mi jefa – Marina Claudia Sánchez o MCS para los amigos – de asistir. Me gustaría en un futuro no muy lejano ser facilitadora y, además, era la oportunidad ideal para rajar dos días completísimos de la rutina. Y así fue, pese a que la semana se veía complicada por migraciones y auditorías.
Es ahí donde surge mi duda existencial: ¿Marina me dejó ir para que mejorara en mis habilidades escénicas, en mi fobia a la exposición oral? (Post "Al César, lo que es del César) o ¿Necesitaba encerrarme en un aula mientras los auditores pululaban por las oficinas de Capacitación y así evitar que alguno de mis clásicos vituperios llegaran a los oídos de éstos? Aunque me inclino por la primera, sé que la segunda opción tiene mucho que ver.
Debo reconocer que el curso fue muy bueno: intensivo pero muy fructífero pese a mi experiencia docente, la instructora es muy recomendable, las dinámicas absolutamente llevaderas. Sin embargo, hubo una sola cuestión que me produjo malestar, incomodidad, deseos de no haber aceptado la invitación. Desde el minuto uno, Victoria – la instructora - nos comentó que a lo largo del taller nos iban a pedir que hiciéramos dos presentaciones orales frente a una cámara de cinco y diez minutos respectivamente. Ahí ya me empezó a surgir la duda de si había hecho una buena elección en insistir para que me dejaran hacer el curso. ¡Qué necesidad hay! Encima de que tengo que hacer dos presentaciones orales, ¿es estrictamente necesario que haya registro gráfico? Y bueno, fiel a mi estilo, opté por recurrir al nunca bien ponderado totoreto ya que a
Mi primera presentación consistió en enseñar cómo hacer una papa al horno, pero de una manera innovadora; no cualquier papa al horno. Fue así que, en poco menos de cinco minutos, mis compañeros de curso aprendieron a hacer una guarnición distinta a partir de este simple tubérculo.
El segundo día ya requirió de más tiempo, pero en esta oportunidad también, me volqué a las manualidades. En esta ocasión, elegí enseñar a hacer un florero con una bombita halógena quemada y un poco de alambre. El día anterior, llegué a mi casa, me teledirigí a mi caja de herramientas y seleccioné aquéllas que me servirían para llevar a adelante mi demostración.
Mi audiencia estaba muy interesada e intrigada de cómo se podía hacer una adorno con materiales de descarte. Ya habían quedado fascinados con mi novedosa guarnición y estaban ávidos de más. Acá les acerco una imagen del objeto en cuestión ya terminado.
La frutilla del postre son los videos de las dos presentaciones. Ante todo, mi intención fue no hacer papelones. No me gusta tanta exposición, no me siento segura. Sin embargo, si no queda más remedio lo hago pero a mi manera, como Frank. Practicidad, claridad y comicidad fueron mis consignas para lograr un excelente feedback y felicitaciones de la instructora.
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