Sí, pero no parió mi abuela. Si así lo hiciera, no seríamos pocos; sería un milagro, sin mencionar tamaño avance tecnológico.
Resulta ser que en los últimos meses – más de doce, menos de veinticuatro – gracias a mi gran psicoloca, aka (léase also known as) Ana Leticia Palacio fui descubriendo una serie de datos asombrosos. Me fui descubriendo. A pesar de haber pasado toda mi vida conmigo misma, puedo afirmar sin titubear que no me conocía ni un poquito; era casi una ciencia oculta para mí misma. Casi dos años, meses, semanas, días y horas en esa silla más incómoda que los asientos cremita del subte y más dura que las gradas del Luna Park invertidos en autoconocerme.
Fue y sigue siendo un camino espinoso. Pasé por alegría, tristeza, angustia, parálisis, risa y llanto todo en el mismo consultorio. Descubro día a día cuáles son mis debilidades, cuáles son mis fortalezas, qué debo modificar, qué hago bien. Sigo comprendiendo por qué soy como soy, por qué debo cambiar, a quién me parezco y a quién debo imitar.
Es sabido que el gen Seoane pasó de generación en generación pero a mí me tocó un porcentaje más que generoso. De ahí proviene gran parte de mis traumas. De los más relevantes, puedo destacar la hiperactividad e impaciencia heredada de mi abuelo Tito, el orden – casi obsesivo en mi caso – imitado de mi Sr. Padre. De ambos tengo mucho; de ambos quisiera haber heredado las características más positivas.
El otro día, así, sin quererlo, sin buscarlo reparé en otro traumita. Resulta ser que mi padre, cada vez que se le pide que cuelgue un cuadro, repisa, estante o lo que sea, tiende a hacerlo siempre a dos metros sobre el nivel del mar; ahí mismo donde nadie alcanza nada. A menos, claro está, que estemos hablando de algún jugador de Básquet o el récord Guinness en altura. Sin embargo, mi padre no califica en ninguna de las dos categorías.
Fue así como el sábado, luego de casi doce meses, terminé de deshacerme de la última caja que quedaba de la mudanza. Debo reconocer que tenía puras pavadas como ser un aplique de luz y cuadros varios. Y así fue que martillo y clavos en mano, comencé a colgar uno a uno los marcos. Y siempre que presentaba el cuadro para ver cómo quedaba, nunca superaba el metro setenta y dos que acusó el centímetro en la última medición el pasado 16 de febrero de 2012. Siempre, siempre, siempre, casi indefectiblemente, el cuadro quedaba presentado a la altura de mis ojos y, posteriormente, colgado a esa misma altura. Ahí descubrí que cada vez que veo una foto, cuadro, estante o lo que sea que haya colgado mi padre, tengo que elevar el mentón unos diez centímetros hacia el norte para poder mirar hacia arriba.
Éramos pocos…y sí no parió mi abuela pero sí he descubierto un nuevo trauma, otro motivo más para pasar varias horas de mi vida en esa incómoda silla de cuero y dura como el hormigón más resistente.
Fotos recientemente colgadas y el piso está bastante cerquita