Que mi pelo es un tema que
muchas veces me tiene en vilo no es novedad; lo sabemos. Están las ya no tan
incipientes canas, los rulos rebeldes reducidos gracias al alisado definitivo,
la elección del corte – recto o desmechado en capas - y, ahora, le sumamos el
flequillo.
¡El flequillo! Sin este
desdichado marco, mi cara se ve vacía, insulsa. Como buena virginiana
responsable y perfeccionista, no sólo consulto regularmente a mi asesor de
belleza, sino que intento que éste haga de mi flequillo un ídem digno. No dejo
nada librado al azar: peregrino hasta el salón de belleza con frío, lluvia, sol
o cansancio; investigo en revistas las tendencias en cortes; adecúo lo que me
gusta a mi fisonomía, mi estilo de vida y la composición de mi cabellera. Aunque una amiga del trabajo me ha ofrecido
evitarme el trámite y cortármelo en el baño del Banco con una tijerita Maped, de
esas que usan en salita roja, fiel a mis convicciones me negué rotundamente.
Hasta que en julio, en plena
vorágine laboral, sin haberme tomado vacaciones, mi madre decidió volver a la
infancia y comportarse como una niña. Conclusión: cuatro días internada y una
seguidilla de estudios y consultas médicas. Entre todo ese trajín, ahí estuve
yo yendo y viniendo, haciendo malabares con el trabajo y sus citas con
especialistas varios, y mis propios asuntos personales. Tanto fue así que mi
flequillo creció exponencialmente a medida que pasaban los días y yo no
encontraba el momento para hacer algo al respecto.
Cabe aclarar que tengo una
peluquería a escasa cuadra y media de casa, en dirección obligada a la vuelta
del trabajo. Mi peluquero, tiene su salón a unas treinta cuadras. No es mucho,
pero cuando el cansancio es grande, esa distancia parece gigantesca. Entonces
dándole la espalda a mi principio de no meter tijera en donde no debo, cortarme
el pelo un día de lluvia o de usar la tarjeta de débito sin descuento, inhalé
profundo y entré en la peluquería de la otra cuadra de casa. La suerte estaba
echada: si me gustaba cómo me cortaba, cambiaba de proveedor.
¿Qué les hace pensar que la
vida es así de generosa? Si soy responsable, considerada, buena hija, paciente
al extremo con mi madre (por lo menos por aquellos días; hoy podríamos evaluarlo).
¿Por qué debía salirme bien el asuntillo? El “dícese llamar peluquero” me
desfiguró. Hizo de mi flequillo un asesinato serial de todos y cada uno de los
cabellos que lo conforman. Pero esa supuesta decisión banal tuvo más
consecuencias de las que pensaba: en el trabajo me repitieron por una semana
entera “¿qué te hiciste? ¡Te mataste!”. “Si han de saberlo, no me maté: ¡pagué
por esto y SIN DESCUENTO, chadetumadre!”, era mi más sutil respuesta; a MI
peluquero, cuando me vio, casi le da un ACV; tengo el peor registro gráfico de
mi flequillo los diez días que estuve de viaje (¿quién se toma fotos todos los días?
Nadie a menos que estés de viaje; y yo lo estuve con esa masa amorfa con vida
propia); y madre, gracias a mi paciencia, mi compasión y mi buena voluntad, fue
a NUESTRO peluquero y se cortó y tiñó el pelo con Jose que la dejó “más lendaaa
que nunca”, como diría Jorge Hané – el gurú internacional de la pérdida de
peso.
Para ser totalmente honesta,
cualquier razón por la cual me vea obligada a ir a la peluquería más de una vez
cada dos meses me estresa, me preocupa. Por eso pospongo cubrir mis desfachatados
cabellos blancos y por eso me hago el alisado y me lo hago sola con la ayuda de
una amiga en casa cuándo y cómo quiero. Eso sí: nunca más confío mi pelo y,
menos, mucho menos mi flequillo a cualquier tijera. ¡Nunca más! Aprendí la
lección.
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