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sábado, 26 de noviembre de 2011

Huellas en el alma

Hace una parva de años, entendí que el Traductorado en inglés y yo no teníamos afinidad. En ese mismo momento, tomé la decisión de seguir mi verdadera pasión y comencé el Profesorado.
En 2010 y luego de mucho esfuerzo, obtuve mi tan ansiado título de Profesora Universitaria, pero ser docente es mucho más que eso. La docencia se siente, se ama, se vive. En mi caso, la docencia la llevo en los genes. Según los cálculos de mi abuelo Seoane – Tito – soy la quinta generación de maestras en mi familia y copié el modelo de mi abuela paterna.
Mi paso por la docencia fue corto pero intenso. En 2007, después de tres años con alumnos de 6º grado, decidí que era el momento de un cambio. Ese año Norah Victory y la comunidad del San Maximiliano Kolbe entraron en mi vida y dejaron su huella en mi alma para todo la vida.
Yo necesitaba un nuevo desafío profesional; el colegio una maestra de inglés para 1º y otra para 7º grado. Entre los grados superiores – 6º y 7º - no hay mucha diferencia. Los contenidos son casi los mismos; tratar con pre adolescentes de 12 o 13 años, no varía demasiado. En la entrevista, le pedí a Norah que necesitaba demostrarme a mí misma que podía enseñarles a esos pequeños que, apenas pueden con el castellano, estaban aprendiendo una segunda lengua. Prometí ser igual de buena y poner el mismo empeño sea cual fuese su decisión. Por suerte la convencí y accedió a darme 1º.
Aunque estaba feliz, ese primer día salí llorando: me dolía todo el cuerpo, la garganta, la dignidad. Sentí que no había estado en un aula; sentí que había estado en el zoológico. Esos no eran niños sino cachorritos que les tenía que enseñar todo.
Maxi no habló en toda la tarde, pero sí gateó por todo el aula toda la tarde. Lucho no escribió en el cuaderno, se atrasó, no me entendió ni una palabra y encima, me pedía que le acariciara las orejitas. Mateo habló incansablemente toda la tarde, no se quedó quieto y se metió en cuanto despelote hubo, dentro y fuera del aula. Éstos son los personajes más relevantes pero había unos 23 cachorritos más que manejar.
A las tres o cuatro semanas, ya estaban medianamente domados: formaban divinamente en fila, escribían en sus cuadernos (siguiendo las pautas neuróticas que yo misma les inculqué), se esforzaban por hablar en inglés, cantaban y aprendían.
A las tres o cuatro semanas, yo ya comencé a recuperar la dignidad perdida del primer día, a entenderlos y entender cómo comunicarme con ellos, y a darme cuenta de que algo bueno íbamos a lograr. Había tanto cariño, tanta diversión, tantos desafíos para todos que logramos mover montañas juntos.
Nuestra prueba de fuego vino casi a fin de año con el temido Concert. Pasamos el ensayo general con la frente bien el alto. El día del show, otra vez nos tocó brillar. Y digo nos tocó porque mis pequeños brillaron cantando y bailando; yo, yo brillé del orgullo que me generaron. Aplausos y felicitaciones fueron algunos de los halagos que recibimos ese día.
Con ese grupo de 2007 y el otro que me tocó en 2008 siento que me convertí en maestra. Alguna vez escuché – y no recuerdo de quién – que a la maestra de 1er grado nunca se la olvida y, si es buena, se la lleva en el corazón para siempre. Eso espero: haber dejado una huella en cada una de esas personitas. Sé que ellos dejaron la suya en mi alma.

Hoy ya no estoy más en las aulas. Cambié de rumbo pero la maestra siempre me acompaña. Y también me acompañan los hermosos recuerdos de todos y cada uno de mis alumnos. Además de la experiencia, esos dos años en el Kolbe me dejaron un grupo de padres que amo infinitamente, que me dieron todo su cariño, que me respaldaron, que trabajaron codo a codo conmigo para ver crecer a sus hijos. A ellos: ¡gracias! Por acompañarme, por confiarme sus tesoros más preciados, y por hoy – noviembre de 2011 – ser tan importantes en mi vida como allá por 2007. 

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